Blogia
Los Relatos de Ruben

Los amigos de mi padre

El camino, si es que así se podría decirle, serpenteaba entre montes y sembradíos por doquier; apenas se diferenciaba su entorno por la forma que los charcos acumulaban el agua la que hasta hacía poco se había dado a consecuencia de la lluvia de la noche anterior.
Por él transitaba la vieja Ford de mi padre, una camioneta azul cargada de pertrechos para acampar. En la cabina, a su izquierda, iba él, quien la conducía. A su derecha el negro Anchoni. Ponzoni, –otro negro– y yo, íbamos encaramados en la parte trasera encima del material para la acampada: carpa, cajones de víveres y otros menesteres, camas plegables, faroles, mantas y hasta una canoa por mencionar algunos.
Hacía rato que se había dejado el camino de tierra, con alambradas a ambos lados; lo más cercano a lo transitable. Ya habíamos entrado a la estancia solo que para llegar a su casco, debíamos sortear alrededor de cuatro praderas, cada una con un cometido particular.
Recién estábamos transitando la primera de ellas, llenas de ovejas y vacas que pastaban plácidamente cuando la camioneta se atascó por el fango; mi padre dejó sobre su regazo la carabina calibre 22 que utilizaba cada vez que íbamos de cacería y sacó la cabeza por el ventanal. Anchoni, lo mismo.
Es de éste lado –dijo su amigo. Tallerista de oficio, era amigo de mi padre de antes de que naciera. En su taller, cerca de casa, colgaba la canoa cuando no era utilizada.
Todo el mundo abajo –expresó mi padre ya con un pie en el terreno dando un portazo a la puerta del vehículo– Ponzoni, los tablones –he hizo un gesto con su mano hacia donde estábamos.
Este, –el aludido–, ya se había encaramado cuando mi padre asomó su cabeza por el ventanal; sabía lo que tenía que hacer y yo lo mismo. De un salto me encaminé hacia la parte trasera; me seguía Anchoni.
Pedro Ponzoni era otro de sus amigos; tenía un terreno en las afueras de la ciudad. Conocido de mi padre de antes de yo nacer, lo acompañaba en todas las aventuras de caza, que por cierto era algo muy frecuente. Con un promedio de un mes y medio a dos íbamos al monte. Distintos montes. Montes propiedad de amigos y conocidos de mi padre.
La rueda trasera del lado del acompañante estaba atascada hasta la mitad, de tal forma que la camioneta se ladeaba de ese lado.
Pedro –dijo mi padre con total naturalidad mirando el atasco–, poné los tablones delante y detrás de la cubierta –luego, dirigió su cabeza mirando a Anchoni el cual estaba parado a mi izquierda con una cadena de agarre en su mano y le hizo un gesto de asentimiento con su cabeza.
Anchoni comenzó así a colocarla por encima rodeándola. Yo miraba la acción con mi escopeta calibre doce colgada sobre mi hombro que mi padre me había armado teniendo alrededor de unos siete años.
Lo hizo con parte de otros rifles: caño y cerrojo de un viejo mauser, el armazón de otra carabina, claro, adaptada para un niño de siete años.
Desde la temprana edad de tres años, ya lo acompañaba a esas aventuras campestres. Y desde muy temprana edad me acostumbré al manejo de armas de fuego, cuchillos, etc.
Bueno –dijo mi padre mirando el trabajo que acababan de hacer sus amigos–, voy a acelerar la camioneta–. Se limpió la mano con el contorno de sus pantalones, del cual pendía el revólver que siempre llevaba consigo cuando íbamos al monte–. Negro –Y se dirigió a Anchoni –, cuando veas la rueda girar avisá, así la cerramos con la cadena para darle mayor agarre.
El aludido hizo un gesto de aprobación. Ponzoni se puso a un lado, sobre mi costado.
La camioneta trepidó, la rueda giró buscando sustentación y de paso como no lo lograba hizo que un chorro de fango saliera despedido hacia atrás. La risa no se hizo esperar; Ponzoni había sido bañado generosamente por buena dosis de lodo.
Yaa –gritó Anchoni quien estaba terminando de colocar la cadena de hierro y asegurando los tablones que se habían desprendido de lugar. Mi padre apagó el motor. Se apeó y se acercó a la parte trasera.
Vos Martín –dijo mi padre al verme tan risueño–, ponete detrás y empuja junto a Ponzoni cuando les diga cuando –y con el ceño fruncido me hizo gesto para que me pusiera en posición. Luego, se dirigió a la cabina, eso si con una sonrisa que no dejó ver en sus labios.
Los tres comenzamos a empujar una vez que pusiera el motor en marcha. Ahora el ruiseño ya no era yo. Nos bañamos de lodo pero sacamos la camioneta del lodazal.
Y ella comenzó a circular entre bandazos y sacudidas hasta que logró adherirse a terreno firme. Unos metros más adelante mi padre la detuvo. Ponzoni sacó los tablones en tanto Anchoni se hacía acopio de la cadena de agarre.
Bueno, salimos –tronó la voz de mi padre desde la cabina–.Todos arriba.
Y la camioneta comenzó a circular con Anchoni delante y nosotros dos detrás. Ponzoni comenzó a limpiarse con agua de un bidón que salió de entre la maraña de cosas que llevábamos. Luego me lo entregó; era el momento de higienizarme.

0 comentarios