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Los Relatos de Ruben

Ensayos

King-Dorothea-Michelle

–Lo siento si la familia y el servicio no planificaran su agenda colectiva  para que coincidieran con las actividades delictivas de Junior –replicó con tono glacial y condescendiente. Si hubiera tenido los ojos cerrados Michelle habría jurado que hablaba con Remmy Battle. Antes que Michelle tuviera tiempo de replicarle, Dorothea volvió a dirigirse a King–: Me parece que os equivocáis de presa.

 

** Estructura, diseño y diagramación: Rubula **

 


Malparido

 

–¡Pero si serás un malparido! –Le gritaba ella parada frente a él que, estando sentado la miraba como descargaba su furia. Impávido, simplemente la escuchaba–. ¡Cretino! –Es entonces cuando ella, con la mano derecha le propicia un sonoro sopapo que impacta sobre su mejilla izquierda.

 

** Estructura, diseño y diagramación: Rubula **

 




Una fuente fiable

Deje el vuelto expresé al taxista que me llevó al aeropuerto; con la mano izquierda tomé el maletín que llevaba conmigo y puse un pie en la acera. Llovía. Me acomodé la gabardina como pude y me dispuse a ingresar.
¡Hee! Cuidado –escuché decir; en mi apuro había golpeado el hombro de un viajero que estaba de espalda a mi haciéndolo trastabillar–, “Y un cuerno” –me dije para mis adentros y seguí raudo al toilette más próximo que hubiere.
Una vez dentro y habiéndome asegurado que no había nadie me encerré en un gabinete del mismo.
Abrí el armario que tenía sobre mi costado derecho y saqué mi nuevo atuendo: un traje de cachemira con un pasaporte británico, dinero en efectivo y tarjetas de crédito. Leí la nota que me habían dejado. Sopesé la glock de procedencia israelí, saqué su cargador y lo volví a insertar. Satisfecho ya me dispuse a sacar el bigote, lavar mi melena rubia, para luego recortármela y afeitarme. Luego con guante de látex hice un ovillo con mi camisa, el jersey que traía conmigo, la gabardina, y todo incluido el arma; deposité en tres bolsas de nylon que tenía sobre el costado.
Al poco tiempo salía vestido de un comerciante próspero que iba a Osorio por temas de trabajo.


Era de noche avanzada. Algún que otro ladrido se escuchaba a lo lejos, el sonido de un televisor y la discusión que siempre llevaban a cabo una pareja de ancianos dos bloques más abajo. Lo miré con mis catalejos de visión nocturna: Omar se había levantado del sofá dejando el televisor encendido. Dos ventanas a la derecha se encendió una luz, y el hombre de espaldas respecto a mi abrió la puerta de la heladera, sacó un par de cervezas y apagó la luz. Luego se acomodó en el desván y sorbió de una lata. Miraba un partido de béisbol que transmitía la NBC.


Estaba recostado sobre la cama, en un hotelucho de mala muerte sobre las afueras de la ciudad; específicamente la parte norteña. La habitación tenía lo mínimamente necesario como para alojar un viajero sin pretensiones: una cama de madera rudimentaria acompañada de una mesa con un único cajón en el cual reposaba un ejemplar de la biblia, sobre ésta, una lámpara veladora. Por frente a ellas, un televisor se apoyaba sobre en una repisa. Un ventanal daba a un callejón oscuro donde discurrían las ratas y aquellos que no tenían donde caerse muertos. Sobre la pared donde descansaba el televisor, en una esquina haciendo lateral, la puerta de un baño. Fue cuando golpearon; extraje mi pistola y me puse a un lateral a la puerta de ingreso. Como repuesta: un simple sobre.


Lo tenía enfocado con la mira telescópica láser y ya comenzaba a apretar el gatillo de la carabina cuando sonó el teléfono; aflojé la presión sobre el precursor. Omar se levantó y comenzó a hablar. Una pareja de puertorriqueños se ubicaron sobre el porche del edificio y comenzaron a intercambiarse un porro al abrigo de la entrada. Los miré a través de la mira. Eran tres. No tendrían ni veinte y pico de años. Lo acompañaba una muchacha de unos dieciséis. Se reían mientras uno de ellos saltaba para sacarse el frío y comenzaba a discutir. Nevaba. Una navaja se perfiló y su hoja por un instante se reflejó a la luz de la farola que iluminaba la entrada del edificio.
El más alto, riéndose el insertó la navaja en el abdomen.
Carajo” dije y me tiré hacia atrás.


Miré el sobre. Abrí de golpe la puerta y miré a ambos costado del corredor; no había nadie. Entonces cerré la puerta y levanté el paquete; expuse todo su contenido sobre la cama a medio hacer: había varias fotos, dinero en efectivo, tarjetas de crédito y acreditación, un móvil y una nota.
Esparcí todo en orden: las fotos por un lado, la misiva por otro, el dinero: fajos de billetes de baja denominación, y las tarjetas me las guarde en un bolsillo. Entonces me puse a leer la nota.
Omar Gutiérrez, trabaja en una empresa farmacéutica en Treinta y Tres. Tres hijos. Divorciado. Hijo de Bernabé Gutiérrez fallecido y Ana Luisa Márquez. Vendió mercadería farmacéutica y datos confidenciales de “Química Industrial Treinta y Tres” a unos terroristas de Estero Bellaco.
Su cometido: eliminación del soplón, recuperación y posterior eliminación de datos vinculados a tal empresa farmacéutica.
De necesitar ayuda o, en su defecto, necesitamos decirle algo, utilice el siguiente móvil, nos contactaremos con usted. Si por algún motivo lo capturan, usted no trabaja para nosotros.”
Como si no lo supiera” me dije; la dejé caer sobre la cama y comencé a mirar las fotos, al cabo de cierto tiempo comencé a engramparlas siguiendo un patrón establecido.


Química Industrial Treinta y Tres”. Ubicada al oeste del centro era un edificio moderno de varios pisos de altura, con su frente completamente de vidrio. Su entrada poseía un estacionamiento y a él se podía acceder por un sólo lugar. Poseía una barrera y una casamata donde un guardia cuidaba su acceso.
Rutinario. Omar, era una persona que trabajaba hasta tarde; todos los días llegaba a las 9 en punto de la mañana, se iba a las 9 de la noche. Solitario. Le gustaba escuchar a Mozart.
Paranoico. Poseía un convertible; no entraba a su vehículo si había gente alrededor; limpiaba con un pañuelo su interior antes de encender su motor.
Omar era Gerente de Producción de “Química Industrial Treinta y Tres”. Era un empleado bien conceptuado por la Empresa. De pocas palabras, y menos amigos o conocidos, hacía cumplir las reglas del lugar severamente. Al igual que se metía de lleno en el trabajo y se exigía, lo hacía con los demás.
Acostumbraba pasar por un Burger King ubicado a tres kilómetros al norte de su lugar de trabajo antes de irse a su apartamento. En el lugar, no se quedaba más de diez minutos, y siempre la atendía la misma muchacha, Gloria.


Ese lunes fue atípico. Recibió una nota anónima; la leyó y la releyó hasta que optase por irse. Eran la siete de la tarde y se encaminó hacia su vehículo, un sedán cinco puertas azul aparcado en la zona reservada para la Gerencia y Jefe de Personal de la Química Farmacéutica.
Se va temprano le dijo el guardia del turno nocturno que hacía media hora que había ingresado.
Si –Omar miró su rolex; una gota de sudor le cayó por su frente y rogó que Esteban, el guardia, no se diera cuenta–. Un imprevisto –dijo y se encaminó hacia su coche.
Unos minutos después su vehículo corría por la carretera.


Gloria era una mujer mofletuda. Alegre por naturaleza siempre tenía una historia que contar. Yo estaba sentado frente a un ventanal lateral que daba a un estacionamiento secundario con el periódico en el regazo cuando ella se me acercó.
¿Qué se le ofrece? –Ella, que no tendría más de unos treinta y tantos de años, me observaba parada con una jarra de café en la mano izquierda. Levanté la vista y la observé: –Un café está bien, Gloria -Acoté con mi sonrisa más sincera que podía ofrecer, al tiempo que levantaba la taza en su dirección.
¿Me conoce?
Le hice un gesto a la solapa donde su nombre estaba bien expuesto.
¡Ahh! Esto –Y se señaló la identificación que la convertía en empleada de Burger King, luego de depositar la jarra que traía consigo en el borde de la mesa que ocupaba–. Gloria, para servirle señor..
Ruiz.
Se le ofrece algo más señor Ruiz –dijo a continuación, ahora, nuevamente con la jarra de café en la mano. Yo la miré– ¿Qué tal está ese revuelto con huevos y beicon? –y le señalé el cartel que estaba detrás de ella a unos metros con el índice extendido en esa dirección.
Su sonrisa se agrandó.
Excelente opción señor –y giró su cabeza hacia donde acababa de señalar, llevó sus dedos sobre la boca he hizo un chasquido con ellos en señal de aprobación– idea del jefe...
Llamame Omar, Gloria.
Si claro –he hizo un ademán para retirarse– Omar.
Un placer Gloria.
Ella se retiró con una sonrisa entre sus labios y se dirigió hacia otra mesa donde había otros comensales.
¿En qué puedo servirles?


Omar estacionó su sedán azul en un apartado alejado de miradas indiscretas. A lo lejos se veía las luces del Burger. Miró el paquete que traía consigo en el asiento contiguo al conductor: tarareó una melodía silenciosa con sus dedos y observó. La luz de dos farolas tildaban, otras estaban apagadas y otras pocas, las menos, encendidas.
Un hurgador de basura abría y cerraba las puertas de los contenedores que estaban ubicados en un área oculta, alejado del público que visitaba el local asiduamente. Comenzó a leer la nota, cuando le golpearon el ventanal de su vehículo. Omar, dio un salto y mirando al hurgador se aferró al paquete.
¿Qué quiere? –escuchó decir éste último desde fuera.
¿Omar Gutiérrez?
¿Quién pregunta? –El gerente de la empresa farmacéutica se aferró con mayor ímpetu al paquete, sosteniéndolo sobre su pecho; el hurgador golpeó de nuevo y éste último golpeó de nuevo el ventanal derecho del sedán–. ¿Omar Gutiérrez?
Sí. Su cara denotaba temor–, ¿Y usted es..?
El proyectil de la glock hizo impacto en el parietal del empresario farmacéutico haciendo que sus sesos se esparcieran por la parte delantera, la dirección, la guantera y parte de unos de los dos asientos traseros.
Fue cuando, me incliné sobre el cadáver, me hiciera del paquete que Omar había portado, lo ojeara y corroborara su contenido. Satisfecho, saqué el silenciador del arma que portaba, tiré mi ropa de hurgador y me vistiera de empresario. Me alejé del lugar en mi vehículo que había estado ahí desde que había visto por última vez a Gloria.
Alejado de allí me deshice del vehículo alquilado, asegurándome que estuviese completamente limpio y me dirigí al aeropuerto en taxi.


Más tarde en el aeropuerto. Entraron dos empleados de la empresa de limpieza del aeropuerto. Extrajeron los paquetes depositado en el gabinete del toillete al que me había dirigido y se llevaron su contenido.
Una mujer con lentes, observaba de lejos; Gloria, la empleada del Burger al cual Omar frecuentaba.
Cuando me alejé, ya como un empresario próspero, ella fue hasta un casillero con combinación. Marcó unos números y extrajo el paquete que previamente había depositado. Luego se retiró.

Los amigos de mi padre

El camino, si es que así se podría decirle, serpenteaba entre montes y sembradíos por doquier; apenas se diferenciaba su entorno por la forma que los charcos acumulaban el agua la que hasta hacía poco se había dado a consecuencia de la lluvia de la noche anterior.
Por él transitaba la vieja Ford de mi padre, una camioneta azul cargada de pertrechos para acampar. En la cabina, a su izquierda, iba él, quien la conducía. A su derecha el negro Anchoni. Ponzoni, –otro negro– y yo, íbamos encaramados en la parte trasera encima del material para la acampada: carpa, cajones de víveres y otros menesteres, camas plegables, faroles, mantas y hasta una canoa por mencionar algunos.
Hacía rato que se había dejado el camino de tierra, con alambradas a ambos lados; lo más cercano a lo transitable. Ya habíamos entrado a la estancia solo que para llegar a su casco, debíamos sortear alrededor de cuatro praderas, cada una con un cometido particular.
Recién estábamos transitando la primera de ellas, llenas de ovejas y vacas que pastaban plácidamente cuando la camioneta se atascó por el fango; mi padre dejó sobre su regazo la carabina calibre 22 que utilizaba cada vez que íbamos de cacería y sacó la cabeza por el ventanal. Anchoni, lo mismo.
Es de éste lado –dijo su amigo. Tallerista de oficio, era amigo de mi padre de antes de que naciera. En su taller, cerca de casa, colgaba la canoa cuando no era utilizada.
Todo el mundo abajo –expresó mi padre ya con un pie en el terreno dando un portazo a la puerta del vehículo– Ponzoni, los tablones –he hizo un gesto con su mano hacia donde estábamos.
Este, –el aludido–, ya se había encaramado cuando mi padre asomó su cabeza por el ventanal; sabía lo que tenía que hacer y yo lo mismo. De un salto me encaminé hacia la parte trasera; me seguía Anchoni.
Pedro Ponzoni era otro de sus amigos; tenía un terreno en las afueras de la ciudad. Conocido de mi padre de antes de yo nacer, lo acompañaba en todas las aventuras de caza, que por cierto era algo muy frecuente. Con un promedio de un mes y medio a dos íbamos al monte. Distintos montes. Montes propiedad de amigos y conocidos de mi padre.
La rueda trasera del lado del acompañante estaba atascada hasta la mitad, de tal forma que la camioneta se ladeaba de ese lado.
Pedro –dijo mi padre con total naturalidad mirando el atasco–, poné los tablones delante y detrás de la cubierta –luego, dirigió su cabeza mirando a Anchoni el cual estaba parado a mi izquierda con una cadena de agarre en su mano y le hizo un gesto de asentimiento con su cabeza.
Anchoni comenzó así a colocarla por encima rodeándola. Yo miraba la acción con mi escopeta calibre doce colgada sobre mi hombro que mi padre me había armado teniendo alrededor de unos siete años.
Lo hizo con parte de otros rifles: caño y cerrojo de un viejo mauser, el armazón de otra carabina, claro, adaptada para un niño de siete años.
Desde la temprana edad de tres años, ya lo acompañaba a esas aventuras campestres. Y desde muy temprana edad me acostumbré al manejo de armas de fuego, cuchillos, etc.
Bueno –dijo mi padre mirando el trabajo que acababan de hacer sus amigos–, voy a acelerar la camioneta–. Se limpió la mano con el contorno de sus pantalones, del cual pendía el revólver que siempre llevaba consigo cuando íbamos al monte–. Negro –Y se dirigió a Anchoni –, cuando veas la rueda girar avisá, así la cerramos con la cadena para darle mayor agarre.
El aludido hizo un gesto de aprobación. Ponzoni se puso a un lado, sobre mi costado.
La camioneta trepidó, la rueda giró buscando sustentación y de paso como no lo lograba hizo que un chorro de fango saliera despedido hacia atrás. La risa no se hizo esperar; Ponzoni había sido bañado generosamente por buena dosis de lodo.
Yaa –gritó Anchoni quien estaba terminando de colocar la cadena de hierro y asegurando los tablones que se habían desprendido de lugar. Mi padre apagó el motor. Se apeó y se acercó a la parte trasera.
Vos Martín –dijo mi padre al verme tan risueño–, ponete detrás y empuja junto a Ponzoni cuando les diga cuando –y con el ceño fruncido me hizo gesto para que me pusiera en posición. Luego, se dirigió a la cabina, eso si con una sonrisa que no dejó ver en sus labios.
Los tres comenzamos a empujar una vez que pusiera el motor en marcha. Ahora el ruiseño ya no era yo. Nos bañamos de lodo pero sacamos la camioneta del lodazal.
Y ella comenzó a circular entre bandazos y sacudidas hasta que logró adherirse a terreno firme. Unos metros más adelante mi padre la detuvo. Ponzoni sacó los tablones en tanto Anchoni se hacía acopio de la cadena de agarre.
Bueno, salimos –tronó la voz de mi padre desde la cabina–.Todos arriba.
Y la camioneta comenzó a circular con Anchoni delante y nosotros dos detrás. Ponzoni comenzó a limpiarse con agua de un bidón que salió de entre la maraña de cosas que llevábamos. Luego me lo entregó; era el momento de higienizarme.