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Los Relatos de Ruben

Sarah y Victor

 -- La Familia Hernández  --

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El Doctor Hernández fue un prominente médico cuya profesión la ejercía en el interior del país; sobre el litoral oeste. Se había casado con Mabel, oriunda de la capital donde la había conocido.

Ella había resultado ser una gran nadadora. Un día en medio de una competición y estando tomando sol alrededor de la piscina olímpica junto a unos amigos, el doctor, por ese entonces estudiante de medicina, escuchando a la gente que la alentaba y viendo como se retrasaba, decidió ayudarla. Ese día logró  ganar la competición gracias a él.

A partir de ahí, comenzaron a salir con la anuencia de sus padres. 

Cuando él se recibió, se casaron, y al poco tiempo decidieron irse al litoral oeste del país. De la unión de ellos nació Sarah, una niña, que para los estándares de la época pesaba un poco más que la media.

Con el tiempo, el Doctor Hernández se hizo conocido y muy respetado en su ambiente.

Sarah, por otra parte, creció y se hizo adolescente; comenzó sus estudios intermedios en un colegio salesiano donde conoció a Víctor, un monaguillo que auspiciaba como ayudante del párroco de la diócesis del obispo Marquesano. 

La relación entre ambos no pasó desapercibida, y fue cuando comenzaron los cotilleos, los que llegaron al punto más álgido cuando quedó embarazada.

Al enterarse su padre, la alegría contagiosa y pertinaz que tanto  lo caracterizaba, comenzó a desaparecer apoderándose de él un silencio entretejido por una demencia sin control. 

Su familia, en particular el padre, presionó sobre el obispado, que terminó optando por mandar a Victor a Angola como ayudante en una Misión.

De Sarah no se supo más, salvo que fuera internada en un nosocomio privado. En dicho lugar nació su hija Margareth siete meses después, pero ni siquiera Mabel, su madre, estuvo presente durante el parto, aunque lo hubiera querido.

El Doctor Hernández se encargó en todo lo relacionado al embarazo y embarazo de su nieta.

Pasaron los años, y de Víctor no se supo más nada, incluso después que los padres de Sarah fallecieran.

 

-- Misión Jesuitica del Padre Esteban --

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Luanda, Angola.

Quienes componían la misión jesuita del Padre Esteban no solo tenían como objetivo dedicar su tiempo al Señor. Tenían otros menesteres, como ser labrar la tierra y cultivarla, ejercer de partero si las circunstancias así lo ameritaban y un sinfín de otras actividades alternas. No era la única misión en Luanda y sus alrededores, pero sí la más importante.

La misión adquirió el nombre del Padre Esteban a raíz de un cura portugues que un par de décadas atrás había arribado al lugar en un barco mercante proveniente de Portugal.

Apoyado en el Sao Cristobal, un bergantín que otrora había sido el barco escuela de la naval mercante del Reino Unido, adquirido más tarde por Portugal y reconvertido ahora en barco mercante, el susodicho cura observaba con atención el puerto de dicha ciudad angoleña al acercarse a aquél. Desde el mismo arribo, él se dedicó en cuerpo y alma a fomentar y desarrollar el vínculo entre el cristianismo y la religión Kimbanguistas, una rama de las "africanas Kala cristianas" que tiene su origen en lo que es la actualidad la República Democrática del Congo.

Durante sus dos décadas trabajando para tal fin e incluso haciendo de nexo con la minoría musulmana sunita, dicho cura forjó lo que terminó en ser una de las misiones jesuíticas más importantes de Angola. 

Luego de su fallecimiento por difteria, su centro de trabajo adquirió su nombre. Así nació la Misión Jesuítica Padre Esteban.

En la parte de atrás de la Misión sus integrantes trabajaban la tierra, plantando hortalizas y papas utilizando una técnica de siembra consistente en realizar un surco en línea con una profundidad variable según el tamaño de la semilla. 

Las colocaban más o menos juntas, según las dimensiones que llegase a adquirir la planta cuando llegara a ser adulta para dejar espacio suficiente. Después cubrían las semillas sin prensar excesivamente la tierra.

En carretillas, llevaban lo recolectado a un depósito no muy grande que servía para satisfacer las necesidades de alimentación de sus integrantes. Allí eran almacenadas. Su sobrante era vendido entre las distintas fracciones que habitaban el lugar. Eventualmente utilizaban el trueque como moneda. 

En eso estaba el nuevo cura, depositando lo recolectado en el depósito cuando:

–Padre –entró Joao corriendo y expresando en forma imperativa, pero nerviosa–, tiene que acompañarme, mi esposa..

No tendría más que 34 años; él era descendiente de la etnia bantúe cuyo origen se remonta a cuando eran un pueblo de pescadores, agricultores y cazadores. 

Hablaba portugués fuertemente acentuado a consecuencia de la lengua regional Kimbundú. Victor se gira hacia el visitante, no sin antes haber depositado al costado de sus pies la asada con la que había estado labrando una parcela de tierra; luego al mirarlo se irgue, no sin antes secarse la transpiración de su cara.

–¿Qué le sucede a Paulina? –Le pregunta Víctor sosteniendo su sombrero de ala ancha con la mano derecha.

Ella había sido desalojada de su vivienda durante el auge económico experimentado por Angola tras el fin de la guerra civil en el año 2002. El gobierno angoleño había desalojado por la fuerza a miles de residentes pobres de la capital, Luanda, sin ofrecer indemnizaciones de ningún tipo. Por ese entonces vivía en las afueras de la ciudad.

–Va a dar a luz padre –se le acerca y lo sujeta de la manga de la sotana– ¡por favor! –suplica.

Joao había conocido a Paulina unos cuantos años atrás, de la época en que arribara Victor por primera vez. 

Cuando el cura llegó a Angola el Padre Esteban había fallecido. 

Ambos eran originarios de la etnia ovimbundu, una de las poblaciones más abundantes del país. Se conocieron durante la fecha en que Portugal había traspasado su colonia al pueblo ugandés y se llevaron a cabo las elecciones parlamentarias, después de diez años de suspensión de garantías y procedimientos democráticos, debido a una cruenta guerra civil.  Un año después se casaron. –¡Vamos! –dice Víctor colocándose su sombrero de paja. 

Tras ello se sube al camión que conducía Joao.

 

-- Mabel --

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El día en que Sarah dio a luz en una clínica privada a su hija Margareth, su padre, el Doctor Hernández la sustrajo de sus manos y se la llevó con él. En forma callada la dio en adopción.

Ya por ese entonces la relación entre el médico y su mujer, Mabel, no era como se esperaba. El, terco y obcecado se mantenía en sus trece. No dando el brazo a torcer; se hacía lo que él decía y su mujer acataba. 

Se relacionaban a nivel público como si nada pasase entre ellos, pero, ya en lo privado la situación era completamente otra. Que ella acatara y se silenciara no significaba que no viera las cosas, solamente, había sido educada para obedecer al marido.

Cuando ella se enteró que iría a ser abuela, y que el padre de su hija Sarah era un ayudante del párroco de la diócesis del obispo Marquesano, un monaguillo, todo lo que creía y consideraba correcto se derrumbó. Simplemente el que viste una sotana debe estar por encima de las tentaciones carnales, dedicado las veinticuatro horas los siete días de la semana a adorar al Señor, no podía darse el lujo de sentir y amar otra cosa que no sea a el Señor.

 No era solo que lo pensaba su madre, de igual forma pensaba el padre de Sarah en tal sentido.

Por ser él la cabeza de la familia, consideraba que todo recaía en sus hombros incluso las tomas de decisiones puesto que él era el hombre de la casa.

Fue cuando ella  lo confrontó.  

Sus sentimientos, tanto tiempo amordazados, comenzaron a aflorar y poco a poco el amor comenzó a deslizarse hacia lo perverso dentro de ella.

–Pero se trata de tu hija –le había dicho en una ocasión, estando ambos en el living–comedor.

Ese día había estado lloviendo y había hecho frío. Ambos se encontraban sentados alrededor de una  estufa a leña cuyas brasas, crepitaban; ella tejiendo y él leyendo.

–Es una cualquiera –Expresó él sin levantar la cabeza.

Su alma estaba marchita plegándose sobre sí misma,dejando que la cólera aflorara sobre sus poros. Lo acontecido la superaba ampliamente.

Ella depositó el tejido sobre su regazo y lo miró.

–¿Qué has hecho con la niña?

Mabel había tocado fondo a consecuencia de muchos secretos tapiados, que de golpe, decidieron romper la veda de tanto acumular bilis. Su mirada hilaba fino, escrutando.

–Nada.

El era un alma marchita cuyo dolor al igual que un quemante alborozo salía a través de sus poros.

–¿Qué te crees que sos, cretino? –No terminó de expresar esas palabras, cuando su mujer con la mano abierta le propició un sonoro sopapo–. ¿Crees que no sé que se la entregaste a los Menéndez?

La relación había llegado a tal punto en donde los secretos de la pareja se regodeaban socabantes. Se diría que hasta con perfidia.

Los Menendez eran una familia de estancieros que tenían una casa en la ciudad pero una estancia a varios kilómetros al norte. Se dedicaban a la ganadería extensiva. 

A ellos los atendía el doctor. Muchas veces no les cobraba pero cuando iba de caza, paraba en sus campos. Ellos le daban verduras, frutas, alguna gallina a cambio de sus servicios. Una forma de trueque.

Desde ahí, dejaron de dormir juntos y hablarse. 

El doctor por su parte, tuvo sus amantes, su esposa lo supo, pero no dijo nada; por dentro lloraba. 

 

-- Padre Victor --

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Luanda, Angola.

Luego de atender a Paulina durante el parto, Joao insistió en llevarlo a él a Clidopa, un hospital. A pesar de su negativa, no pudo evitar que lo llevara en su camioneta. Tenía que dar los últimos sacramentos a un paciente de cáncer.

–Le voy a poner su nombre padre –menciona mientras conducía.

–Da gracias al Señor que me condujo a tiempo hijo.

De pronto la camioneta da un bandazo sobre la derecha casi cayéndose sobre una cuneta cuando, un ómnibus que se caía a pedazos. lo cruzó de frente. 

El gesto de Joao fue elocuente a tal punto que..

–Hijo de puta –el cura lo mira– no debes dirigirte así a tu prójimo.

–Perdone padre –dice en forma automática y toca el claxon por la presencia de un grupo de jirafas que cruzaban lentamente la sabana, lo que hizo que la camioneta frenara.

El cura sonríe al tiempo que no dejaba de observar el paisaje ugandés. Siempre que salía de la Misión llevaba consigo una cámara de fotos con la que disfrutaba captar ese momento especial de un atardecer, la gente movilizándose,  o los animales.

Al llegar al nosocomio Joao le dice

–Bueno padre lo dejo, debo volver.

–Ve con Dios –recibe como repuesta.

Victor era una persona muy cariñosa y querida por los lugareños. 

En el Hospital lo recibe la nurse que en ese momento estaba de guardia.

Nasiche, era su nombre, una mujer regordeta de no más de un metro sesenta y cinco  de estatura, de carácter hosco con las personas que no conocía  y seca con los que manejaba la guardia en el hospital. A éstos,  con mano de hierro.

Pero con Victor la relación fue distinta con un trato más referente.

Quizás, porque era procedente de la tribu baganda correspondiente a la etnia bantu originarios del oeste del país, donde sus creencias cristianas en conjunto con la musulmana, la habían convertido en una fiel creyente y practicante del catolicismo. 

–¿Como anda padre? –Le dice cuando lo ve.

–Bien hija, y Manuel que no lo he podido ver por la Misión.

–Ha estado con su padre y su tío llevando el ganado al Mercado de Abim. Abim, un pueblo en el interior de Angola.

Manuel era el quinto hijo de ella: acudía semanalmente a un seminario que se impartía en la Misión del Padre Esteban, pero hacía diez días que no había concurrido. De ahí la preocupación del Padre Victor.

–¿Viene por Joaquim padre?

–Si hija.

–En la segunda ala ya sabe –Y ella le señala con el brazo extendido hacia el corredor que había delante. El cura le hace la cruz en señal de bendición. 

–Amén –responde ella.

 

-- Doctor Hernández --

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Por el tiempo en que Sarah era una niña, el doctor ejerció su profesión en el interior del país. Poseía un consultorio privado en su casa donde atendía a sus pacientes pero practicaba en el Hospital General Pericles, el único en el pueblo.

Cuando terminaba la hora de la consulta acostumbraba ir junto a su esposa Mabel al único club social que había.

Le gustaba jugar a las cartas, leer los diarios, pero siempre estaba a la orden por si alguien lo necesitase como médico y no importaba si era de día o de noche. Quien necesitase de él, allí estaba. 

Su esposa jugaba a la canasta.

Esa predisposición le generó buenos frutos. Todo el mundo recurría a él.

Si tenía que atender a una persona de bajos recursos, y no podía pagar la consulta, él no dejaba de hacerlo, incluso seguía la evolución de la enfermedad. Si no podía pagar, él igualmente le regalaba los medicamentos al que lo necesitase. No sólo atendía a él, sino incluso a toda su familia.

Era de pocos amigos y muchos conocidos. 

Atendía a los pocos policías que había en la única comisaría que tenía el lugar; al cura párroco y sus acólitos de la diócesis del obispo Marquesano, y a dos o tres hacendados, entre ellos los de la familia Menéndez. 

Cuando nació Sarah ya estaban en una buena posición económica. Ella tenía su propia empleada que se puede decir que la crió. 

En la casa había una empleada sólo para la cocina, otra para las labores domésticas de limpieza y atención a su hija. 

Sarah, era sus ojos, la adoraba. Cuando era niña cursó sus primeros años de estudio en el único colegio estatal cerca del centro, y ya siendo adolescente, la mandaron a terminar sus estudios secundarios a la diócesis del obispo Marquesano que estaba ubicado a un lado de la Plaza Matriz.

La hija del doctor, era todo un caso.

En más de una ocasión se le escapó de la casa, cuando el médico estaba embriagado.

Se divertía con los pueblerinos, pero su forma de ser: libertina, libre de prejuicios, le dieron fama de una mujer fácil. Cosa que en realidad distaba  mucho de serlo. Poseía un carácter de los mil demonios: indomable.

Su carácter, condujo al doctor a decidir por internarla en la diócesis asumiendo que la doctrina cristiana que el obispo profesaba, la enderezaría. No pensó en Victor.

Su madre, Mabel, estaba volcada hacia la Sociedad, experta en reuniones y fiestas.

Los domingos iban a misa a rezar juntos; el cura párroco en persona ejercía ese oficio.

Cuando el doctor se enteró de la relación entre su hija y Victor, por ese entonces, un monaguillo fue a hablar con el cura párroco. A partir de ahí, todo se fue cuesta abajo.  La presión fue tal, que el mencionado aprendiz a cura terminó en Angola en respuesta del obispado.

El doctor simplemente no podía entender como su hija criada como había sido, hubiera pecado ante los ojos del Señor.

Al doctor ya le carcomía  un fuego que horadaba sus entrañas, comenzó a beber. 

Mabel, la madre, se tornó insidiosa, soez al tiempo que por ser tenaz como inquisitiva, se tornó en una carga para el doctor que no pronunciaba palabra alguna.

 

-- Los Menendez --

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La finca había sido originaria del abuelo de Juan José Menendez de la Horta, un hombre que en sus años mozos la había adquirido en una carrera de caballos. Según el folclore del lugar, al parecer a consecuencia de una apuesta de caballos Don Santiago Montoya, el terrateniente del lugar perdió la finca que por aquel entonces se la conocía, no por “la de los Menendez”, sino por “El Chingolo” haciendo referencia a cierta clase de ave locataria.

Juan Martín Menendez, oriundo de un pueblo en el interior de su Cataluña natal, se la ganó al apostar sus pocas pesetas con que había arribado a la zona luego de la persecución a consecuencia de la dictadura de Francisco Franco. Pero, si bien existía una tirantez a simple vista entre Don Montoya y Menéndez no la había con doña Nicanor hija del primero.

Fue su amante hasta que se enteró su padre que le mandó sus secuaces, dos hombres de buen porte –o se casaba, o le rompía todos los huesos para que por último, terminase de cena de los caimanes que habían en la laguna– y así, Don Martín fue llevado a la fuerza sacado de un lupanar. Lo que sucedió a puertas cerradas no está escrito en ningún documento oficial, pero según cuentan aquellos que presenciaron la disputa al parecer Montoya no podía creer lo que le proponía el catalán. 

Le había jugado la finca en una apuesta de caballos, si ganaba la apuesta adquiriría la finca, en caso contrario se casaría con su hija, su amante.

Unos dicen que le disparó un tiro al pecho, otros, que por lo ruiseño de la propuesta Montoya había aceptado. El asunto no era la finca pues para él, eso no se discutía, Montoya era su dueño, el asunto era el honor de su hija.

Bien sea, por lo disparatado que le pareció la propuesta, bien obligándolo a casar, Montoya aceptó.

Claro, no contaba con las argucias del catalán. Luego de cierto período de tiempo pautado, se dispuso a hacer correr su yegua premiada con la cual había ganado varios premios consecutivos en el Gran Derby, evento que se hacía una vez cada cierto tiempo.

Por parte del abuelo de Juan José. Don Juan Martín apostaría a un potro catalán traído por éste en barco. Le presentó a Montoya recortes de diario de la época donde se lo mostraba como un potro de estirpe; no lo era, más bien común, pero eso sí muy enamoradizo.

Cierta noche antes del evento el animal se las ingenió, para dejar preñada su yegua, tantas veces premiada y que Montoya de ninguna manera aceptaría que sus genes se mezclaran; el asunto era: que ante el corazón de un animal, lo mismo que de un humano, nada se podía interponer.

Llegado el momento del evento ni uno ni otro animal quiso correr –sus ojos lo decían todo, estaban enamorados–. Ante ese hecho Montoya terminó cediendo, porque una cosa era con los equinos más no así con el catalán. Este debía casarse. 

Como regalo de bodas recibió la finca “Los Chingolos” y así vivieron felices Doña Nicanor Montoya y su amado catalán.

El tiempo pasó, vinieron los hijos, Don Montoya murió de sífilis a consecuencia de tener relaciones con una negra que cuyos cometidos eran menesteres propios de la finca, pero que tenía relaciones con quien viniera a cuento, cuando su patrón estaba de gira por asuntos comerciales. Y así, Don Martín se hizo de la Finca al cual le puso “Los Menéndez” en referencia a su difunta madre.

Los Menéndez no habían podido tener hijos; como buenos protestantes no creían en una iglesia evangélica unificada y universal regida por el Papa. Consideraban que ningún individuo y ningún grupo humano puede pretender una dignidad divina por los logros morales, por su poder sacramental, por su santidad, o por su doctrina.

En buena medida pensaba igual el Doctor Hernández, no completamente, pero sin tener conocimiento que por sus venas corría la doctrina luterana.

El doctor acostumbraba a ir con su hija a la estancia. En una ocasión..

Ya embarazada y con ella en el casco de la estancia, tras una tremenda discusión el doctor cedió a su hija embarazada a los Menendez que se negaron rotundamente en principio de hacerse cargo de ella. Pero él los persuadió. A partir de entonces, la relación entre ambas familias se deterioró.

 

-- Los padres de Sarah --

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–Señor, tiene visitas –La encargada de atenderlo, suministrarle sus medicamentos y demás, mencionaba dichas palabras al tiempo que con los nudillos golpeaba la puerta que daba a su aposento.

–Mire que no esta en sus cabales –Mencionó la enfermera–, tiene cinco minutos ni uno más.

–Si –Recibe como repuesta.

El Doctor Henderson se encontraba sentado en una butaca que miraba hacia un gran ventanal, de golpe se levanta y comienza a hablar solo.

–¿Acaso vos no os dais cuenta..? –El tono que utilizó era ronco, grave, en tanto se paseaba por la pieza como hablando para sí, gesticulando –¡Conductas..! Malsano sois; gestor de insano dilema, fraguante moldura, ¡forjáis!

De momento todo cambió y la voz se hizo tenue como estando inmerso en un soliloquio, diríase hasta llorisqueo, acurrucándose en una esquina de la sala en la que se encontraba.

–Eso. Una expresividad menguada cual un volcán afligido, horas minutos.. ¡estando! 

Se levantó y retornó con los ojos exorbitantes y voz ronca, golpeándose la cabeza contra uno de los muros de la pieza mientras pronunciaba–: ¿Qué es lo que de mi buscáis? 

¡¡Ohh! Santo inquisidor eréis. Posesa mi alma acongojada; no estoy estando, y si acaso así fuere.. me sois una caminante perezosa. El cambio de voz se hizo de nuevo notorio, más, en dicha ocasión, se desplomó.

–Es hora –Interviene la enfermera al tiempo que dos enfermeros corpulentos levantan al doctor y lo depositan sobre la butaca.

–¡Por favor señora! Retírese.

Mabel, ya anciana hace lo que le piden, y al salir del nosocomio en que se encontraba su marido internado, se da vuelta y mira hacia la puerta de entrada y antes de abordar el taxi que la esperaba para llevarla al aeropuerto recita en voz casi inaudible, como para sí:

“Cuando camino entre los intersticios de lo que ha sido una mezquindad lóbrega girando alrededor de ti como un aura malsonante, la sombra de aquello que alguna vez fui,–mi sombra–, golpea mi memoria para siempre, ahora, convertida en un grito que entró en la carne para quedarse, donde el dolor por dentro se ha reconvertido en el cementerio de mis pensamientos”

–Lléveme al aeropuerto.

 

-- El Shaman --

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Luanda, Angola

–¿Viene por Joaquim padre?

–Si hija.

–En la segunda ala ya sabe –Y ella le señala con el brazo extendido hacia el corredor que había delante.

El cura le hace la cruz en señal de bendición.

–Amén –responde ella.

Cuando el cura entra a la sala ve a un adolescente acostado en una cama solo. 

La sala estaba oscura y a duras penas se vislumbraba la figura de un muchacho. Luego de observar, el cura deposita sus pertenencias sobre una mesa ubicada enfrente a la cama.

Entonces, procede a colocar ciertas piedras en determinadas partes de su cuerpo comenzando desde los pies hasta su cabeza según su color y forma e inicia con el rezo.

El joven se zarandeaba.

En determinado momento el cura comienza a bailar al son de una danza desconocida.

Entre cánticos y golpes de manos, el cuerpo del paciente por momentos levitaba y por otros caía sobre la cama adquiriendo formas distintas: un brazo que pendía de la cama; la cabeza ladeada en forma inversa, incluso una saliva espesa que brotaba de su boca.

Había momentos, que una fiebre muy intensa afectaba su razón, y otros, un frío intenso se apoderaba de su ser. 

El cuerpo del cura se movía al son de una música insonora,

Por instantes parecía recobrar su salud, en tanto el cura recaía. Al terminar el trabajo Victor se dirigió a la salida entonces se cayó y perdió el conocimiento.

–¿Padre, se encuentra bien? –Un cura lo estaba zarandeando en la Misión.

–¿Qué pasó?

–Se desmayó padre.

–Fui a dar la extremaunción a un niño en el hospital –dice Victor, balbuceando–. No recuerdo nada más.

–Padre, nunca fue al Pericles.

–¿Cómo que no?

–No padre. Usted fue junto a Joao a la tribu mumhuila cerca de Lubango, al sur.

En el hospital lo habían sometido a distintos análisis para estudiarlo. Ningún tratamiento dio el resultado esperado, ya que éstos, todos  daban bien.

Más tarde, estando Victor rezando en la Misión, en silencio depositan un sobre cerrado procedente de Francia sobre su regazo y se retiran.

Cuando lo puede abrir, lee su contenido y entonces se dice para sí: “Es hora de embarcarme, me toca otra misión. Alabado sea el Señor.”


-- Sarah --

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Los primeros tiempos en la finca de los Menendez no fueron buenos ni para Sarah, ni para sus dueños. Por esos tiempos, sus padres dormían en cuartos separados y no se hablaban. Por ese entonces, el doctor aún no había sido internado.

Ella pasaba encerrada en un cuarto de la hacienda junto a su hija recién nacida, Margareth.  

Para los que ahora se convirtieran en sus padres adoptivos y la  tratarán con sumo cariño, les era muy difícil cambiar su actitud distante. Para la nóbel madre el día simplemente pasaba.

Con cariño y mucha paciencia, el amor de esas personas hacia Margareth hizo lo suyo, y poco a poco Sarah fue tomándole cariño a dichas personas. allí aprendió a domar caballos, esquilar, a adecuarse a vivir y trabajar en el campo.

Ya adulta, Sarah se casó con el hijo de un hacendado que aceptó a su hija.  A Margareth, que la querían como si fuese su nieta, ya siendo adolescente, la mandaron a París en excursión pagada por ellos, ya ancianos.

A sus padres biológicos no los volvió a ver. 

Lóbrego ha sido el dolor que corría por las entrañas de su madre; fluyendo sin descaro por su alma, por ello, Mabel había internado al doctor en una clínica psiquiátrica y nunca más volvió al pueblo.

Cuando decidió hacer eso, dejar todo, irse y no volver más, existía un vacío morando dentro de ella que todo lo consumía: palmario, impaciente.

Y como todas las cosas, el tiempo hizo lo suyo.

Sarah comenzó a vivir alegre cuando al rebuscar en el nacimiento de sus miedos, en la oquedad de que era presa, pudo descubrirse a sí misma. 

Lo que, al principio fuera un alma marchita, pasó de reconvertir su dolor –gestado por su padre por no entender la relación de ella con Victor– a un quemante alborozo.  No, debido al amor que nunca sintió por parte de su padre, sino por el de los Menéndez.



-- Sebastian y Margareth --

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París, Francia.

–Bueno señores y señoras –dijo Sebastián a través del micrófono–, nos encontraremos aquí en la Plaza de la Concordia –mira su reloj pulsera y agrega por último–: dentro de tres horas nos encontramos acá.

En su tiempo libre él hacía de guía turístico; el ingreso que percibía por tal concepto, le permitía entre otras cosas pagar sus estudios universitarios. 

Al igual que en otras ocasiones los turistas comenzaron a bajarse del bus. Entre ellos se encontraban Margareth y dos amigas de viaje. 

Sus padres adoptivos le habían regalado un viaje por Francia para el día en que ella se recibiera de contadora. 

–¡Que bueno esta el tio! –dijo Sofía, una de sus amigas del colegio que la acompañaba y se dio media vuelta para mirarlo, entonces se rió.

–Yo me lo tiraría en la primera de cambio –acota Andrea, la otra amiga que las acompañaba.

Se habían alojado en el Absolute Paris Boutique Hostel justo detrás de la Plaza de la República, sobre el Canal St Martin.

Margareth se rió ante los comentarios sobre el joven guía y también se giró a observarlo.

Ese día pasaron recorriendo las inmediaciones de la Plaza de la Concordia.

Al finalizar el recorrido y ya estando todos de vuelta dentro del bus contratado dijo:

–Mañana iremos a Lyon –micrófono en mano–, Recuerden que será un paseo de todo el día, descansen y nos volveremos a ver a las siete.

–¡Que ojazos! –Menciona Andrea.

Las tres estaban en la habitación: habían encendido el televisor y sacaron de las cajas lo que habían comprado.

–Yo me lo habría tirado ahí nomás –dice Sofía dándose vuelta para encaminarse al baño y ducharse.

Margareth se reía de lo picaras que habían resultado ser sus amigas, pero se sonrojaba cuando los comentarios salían de tono.

–¿A qué no te animás? –Sus amigas de viaje la incitaron a dar el paso, uno que ni por asomo se hubiera atrevido dar.

Al día siguiente ya de viaje de París a Lyon y parar en el camino..

Ellas, pícaras, la miran a Margareth cuando comenzaban a bajar del bus que las transportaba deteniéndose un instante entre los escalones de la escalera del bus.

Margareth en un instante, con delicadeza, depositó un beso sobre la mejilla de Sebastián haciéndolo ruborizar y se bajó riéndose. Las tres se retiraron caminando abrazadas moviendo el trasero al tiempo que se reían. Sebastían quedó sin saber qué hacer, con una mueca de asombro mediante.

En el penúltimo día de su estancia, las tres deciden ir a Sorbona a conocerla. Esta vez van por su cuenta tomando el Metro.

Fundada a mediados del siglo XII por el obispo de la ciudad, sus instalaciones la situaron cerca de la incendiada Catedral  de Notre Dame.

Debido a su prestigio, especialmente en filosofía y teología habida cuenta de carácter católico, Margareth había insistido en conocerla. Sus amigas protestantes no estuvieron de acuerdo, pero aceptaron la sugerencia puesto que aunque la teología protestante, difiera de la católica en cuestiones doctrinales, La Sorbona no dejaba de ser una de las universidades medievales más antiguas y más importantes existentes.

Estando dentro, tanto Sofía como Andrea se percataron de Sebastian, no así Margareth, a quien hubo que hacerle notar la existencia del joven guía que en un viaje a Lyon, le diera un beso a instancias de ellas. Fue cuando se ruborizó.

El hombre estaba inmerso entre una pila de libros de diversos tamaños rebuscando entre los cajones de su escritorio, cuando la escuchó.

–¿Si? –El se da vuelta para mirar quien preguntaba por él. 

Fue cuando la reconoció y también se ruborizó al recordar ese beso que lo movilizó por dentro de tal forma  que renació en él  el deseo de fundir sus cuerpos. Pero le respondió:

–Señora, en estos momentos uno de los menos conocidos hommes de lettres de la República podría ser acusado de parodiar a un célebre personaje de Donan Coyle, y sólo yo estoy en condiciones de abordar el desastre que traería aparejado un escándalo semejante. 

En consecuencia, le aconsejo que busque usted a otro especialista. Fue lo primero que le vino a su mente. Una cosa era el raciocinio y otra el corazón.

Resultaba demasiado obvio que su tan esperada Bella Durmiente no era otra que la abuela comestible de Caperucita Roja.

De ella salió un grito ahogado ardiendo de sus entrañas; un efluvio que con elocuencia mordiera su expresividad.

Ella impunemente era su suspiro concreto para él, el árbol imperfecto que le ramifica, el sensual cuello que le estabiliza.

–Me llevas y me dejo, sin preguntarte dónde pués no hay osadía que no aventure contigo –Le dijo ella.

Sofía y Andrea que miraban la escena paradas sobre el costado de la puerta, fueron las que presenciaron el abrazo propiciado por unos amantes que cierran sus pasos al andar.

Entonces, sus amigas dan la vuelta con una sonrisa en sus bocas y se dirigen a donde estaban hospedadas.

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--- Epílogo ---

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Jardines de las Tullerías- París, Francia.

Los Jardines de las Tullerías ubicado entre el Museo del Louvre, el Arco de Triunfo y la Plaza de la Concordia estaba repleto de gente variopinta esa tarde.

Sarah eligió la parte sur que da sobre el Río Sena para el encuentro. Un día soleado, adecuado para lo que se tenían que decir.

–Victor.. 

La madre de Margareth, Sarah, sentada al lado del Párroco de Sainte Chapelle miraba hacia el suelo y fugazmente, al rostro del cura. Tras un momento de silencio comenzó a hablar:

–Siete meses luego de que te fueras a Angola, la tuve en mis brazos, si la hubieras visto tan chiquita con su dedo asiéndome al mío, llorando.

Suspiraba, aflorando de ella unos muros de agua en forma de un tapiz siniestro conformados por sentimientos que literalmente abducían su alma.

–Fue mi padre el que me la separó –Se secó la nariz y con los ojos rojos miró nuevamente la cara del cura–. Sé que está muerto, pero no se lo puedo perdonar. Todavía me acuerdo de ese campo de amapolas en que hicimos el amor como dos chiquillos atolondrados.

Lloraba frente a él. 

Frente a ellos, dos niños jugaban junto a su padre con un velero a escala manejado por control remoto.

–Sarah –El cura la abrazaba acunándola–, consagré mi vida a Dios y en el camino desatendí mi amor hacia vos. Cuando te vi por vez primera en la Iglesia me di cuenta lo equivocado que estuve estos cincuenta años que han transcurrido.

Victor, por su parte,  sentía una pena, –inmune entre bastidores–, de esas que aluden a una espalda crujiente ya cansada por la afectación de la soledad.

–Fui a Angola primero y luego a Costa de Marfil, –agregó luego tras calmarse–, pero tu fantasma, ese, en que ambos éramos chiquillos, me siguió. Solo luego de años de misionero terminé en esta Iglesia en la que nos volvemos a ver de nuevo.

El reencuentro con quien en épocas pasadas, cuando él era un simple  monaguillo  a la orden del párroco de la diócesis del obispo Marquesano, le mordía su carne, carcomiéndosela poco a poco; una saeta  insertada dentro de su alma, surgiendo sin medias tintas inmisericorde, sangrante. 

Los dos ancianos se pusieron a llorar al unísono abrazados como dos amantes. Sus desnudas almas desmarañaban cada entraña de ellas abigarradas, y ya desentramadas arrastrándose frente a  una horada ansia.

Y cuanto esconde en sentimientos una mirada perdida vagando cuesta abajo en la noche, una, que delira y no consigue –trémula, hasta casi a tientas– una voz sin nombre: amaras.


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